Me
la debes. Me debes tremendo favor. Yo no he tenido que recordártelo… tú has
sido quien más énfasis has hecho en esa deuda. Pues la carreta comenzó a correr
con ese impulso, con esa pendiente a mi favor, y no lo desaproveché. Como me debías,
no podías gritar y desaforarte. Como actué tan bien, debiste callar cuando
necesitabas disparar tus cañones sin miramientos. No me pudiste cazar y montar
tu bota en mi espalda. Como no podías ni ladrar ni morder debiste escuchar, y
eventualmente comprender. Mis errores y desatinos fueron cubiertos por esta
capa protectora, y aunque la bestia nunca me dominó y ni te herí, sentí esta
truculenta ventaja en el juego en el que ambos debíamos ganar. Ahora no sé si replantear
esta jugarreta torcida que ha dado tan buenos frutos, y que de otra manera no
hubiésemos podido llegar al jardín que ahora habitamos. Lo que sí sé es que cada
vez me decido menos a deshacerme de esta pata de conejo, de este amuleto en forma
de extorsión que comando silenciosamente, con la suficiente inocencia como para
ser culpable.
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