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sábado, 21 de julio de 2012

Cantabas mi canción

Acababa de entrar en el vagón del metro, ahora en movimiento. Mis audífonos se animaron a tocar una de mis canciones favoritas, de esas románticas de siempre, de esas que siempre traen algo entre manos. En la estación siguiente, la gente que venía de pié abandonó el tren, dejándome verte. Algunos metros odiosos me separaban de ti, me separaban de lo que desde aquí parecía ser un portento de mujer, una muñeca viviente. Mirabas por el ventanal, como aturdiéndote con la velocidad. De inmediato viraste y clavaste tus ojos en los míos, y en medio del estruendo que eso causó, comenzaste a mover los labios: cantabas mi canción. Bastaron dos versos para saber que algo inquietante ocurría, y de ahí en adelante no pude cerrar la boca. Tus labios navegaban por la letra de aquella preciosa canción. Un travieso histrión se apoderó de tus gestos y me recitó aquella preciosa pieza. Según avanzaba, según aquellas palabras, sonreías, fruncías el ceño, fingías indiferencia. En la estrofa del abandono miraste al piso y en la del encuentro, de nuevo a mi rostro. Después de bambolearme de aquí para allá y viceversa; después de engancharme en aquella extraña e irrepetible escena, los tres te quieros in crescendo del cierre eran gesticulados con la vehemencia de los amantes, con el miedo a perderme, con éxtasis de la entrega. En este momento, con el timbre del próximo paradero, te saliste y te perdiste entre la gente en el andén; en un santiamén mi carrera a la puerta por cerrarse no bastó para saber si estabas cerca, si desaparecía en la cotidianidad, si exististe en realidad.

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