Al final del cuento, todo se reduce a
causas temporales, a pujanzas fugaces. Daños y llantos que
gobernaron una época y que parecían eternos, que aparentaban ser la
señal de los nuevos tiempos, pasaron a ser pasado. Cielos
encapotados y chubascos de lo más desconsiderados, truncadores,
fabricantes de pérdidas, yacen también bajo tierra. La culpa es una
necedad ahora. La queja dejó de ser utensilio de uso cotidiano. El
porque tú y el porque yo se fueron pomposamente a pasear para
siempre. Ya no vale la pena reclamar, porque ya no lo siento mío. Ya
no es menester sacar cuentas odiosas, saldos en rojo o facturas que
rayan en lo ridículo. Se ha levantado cierta y convenientemente una
cortina de bienestar que me protege en adelante de tanta
superficialidad, de tanta capacidad de lastimar, de ser lastimado; de
culpar y sentirme culpable. Me he dado permiso de sentarme en la
mecedora ya sin sobresaltos, sin pensamientos urgentes, sin tareas
inconclusas. Estoy bien.
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