El terremoto llegó y acabó con todo. Esa fue
la impresión. El movimiento sacudió todo lo que se presumía bien puesto y lo
tiró al suelo. El mundo parecía acabado, y el dolor se hizo cargo de todo. Pedazos
rotos. Retazos inéditos regados por todo el lugar. La desolación reinó por unos
instantes que parecieron sin fin. Pero eso fue hace mucho. No acaban los
terremotos al día de hoy, pero están previstos. Por muy sorpresivos que puedan
parecer, sus cartas bajo la manga y sus atajos son avistables desde este punto.
No dejan de romperse algunas esquinas para redondear lo escabroso, y los
retazos salen en su último desfile con sus sentencias de muerte en la mano,
como si previeran su desaparición. Los movimientos son más continuos, encierran
cada vez menos dolor y quizás llegan a brindar algún disfrute. Ahora todo es
más refrescante, más conversable. Ya no hay tabúes. El libro abierto puede ser
leído por los transeúntes y hasta resultar aburrido. Ya el bosque se abre a la
vista y se ve el camino torpe que me empeñé en enderezar en mi ceguera. La frustración
entra en la comprensión. La desesperanza de otrora está enmarcada y colgada
cerca, por si acaso se quisiera olvidar la lección. Ahora los sismos son invocados
chasqueando los dedos en un gesto irreverente con el pasado. Ahora, aunque no
soy invencible, me siento invencible.
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