Peleé contra el monstruo. Argumenté
brillante y furiosamente. Puse las cartas en la mesa y las leí con
todo el postín de la oportunidad. Creo que tengo la razón. Ahora,
después de unos días de pugilato, el monstruo está dormido; y
aunque no parece, sigue siendo tan peligroso como siempre se exhibió.
Entre sus sollozos se asoma la amenaza. De vez en cuando abre los
ojos y lanza su zarpazo, pero ahora estoy prevenido, refugiado en mi
honestidad. Sin embargo, debo ir haciendo mis maletas, porque me
enteré de que el monstruo contra el que peleo tan airadamente, con
este rictus de triunfo, es dueño de casa.
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