Temo al dolor. Temo al dolor que
lacera, que golpea, que quema, que punza. El pavor se levanta por
sobre mi tranquilidad y arranca un gemido mudo que cierra los
párpados al instante, sin mediar, sin tocar la puerta. En un asalto
imprevisto caí en en el suelo, sin fuerzas para sostener un grito de
pedir auxilio. En medio del sudor, todo parece zigzaguear entre la
sorpresa y lo insoportable. Mi dolor y yo, en una lucha que pierdo
sin argumentar, en un pasillo solitario que parece, más bien, el
último de todos. Temo que vuelva. Temo que aparezca de nuevo, sin
rostro, sin piedad, sin posibilidades de evasión a mi favor. La bata
blanca ya no pudo y estableció su ineptitud de ahora en adelante,
dejando paso al desfile de espasmos en esta vigilia que se torna
eterna e insistente en hacerme sentir vivo, pero de la peor manera.
Creo que estoy listo para partir. Creo que estoy listo para intentar
zafarme de esto sin permiso divino, sin consideración humana, sin
más prescripción que lo que tengo en la mano, que según me han
contado, es fugaz en la cura de estas dolencias que de tanto horadar
el cuerpo, ya han anidado y descosido el alma.
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