Silencio
de sospecha. No hay lamento, aunque no hay balance. Droga inesperada que calma
las angustias, pero de corta duración. Tengo un tiempo para pensar, para
lamentarme, para ver qué hago. No hay mapa, no hay receta, no hay fórmula de
decencia que permita la
supervivencia. No hay cobijo moral para el planteamiento:
Prohibido. Y por prohibido, perseguido como suntuosa mercancía. Y por
prohibido, mecanismos de contingencia ausentes: No entra en el procedimiento,
en las buenas prácticas. No hay asistencia legal. Nadie quiere saber de la materia. Y mientras
pienso, el efecto de la efímera panacea va desapareciendo, y se comienzan a
presentar las sensaciones de agujazos entre coros intermitentes. De pronto, los
escasos argumentos se van desvaneciendo en el dolor de nuevo y me declaro en
bancarrota intelectual, en pobreza crítica para la acción. Súbitamente
me convierto en el mismo adicto de hace un rato, en la misma parálisis que fui
hace unos instantes. Días y noche de compulsiva automedicación no deparan curación,
no todavía. Aquí estoy, tratando de meter un elefante en el bolsillo, con la
esperanza enfermiza de lograrlo, con los ojos divorciados de la realidad. Sigo
aquí, intentando establecer la crisis como costumbre, los gritos como diálogo,
los traspiés como experiencia. Estoy seguro de que en unos años todo esto será
causa de reflexión, de recuerdo lejano, de risa desganada; pero ahora, ahora
no.
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