La
víctima se convirtió en verdugo. Por un giro inesperado, y hasta indeseable del
destino, la vida puso el látigo en manos de quien sufrió sus azotes durante
años. Las miradas invirtieron sus propietarios, sus destinatarios. La resistencia,
el aguante con el que se soportaba el castigo se ha transformado en la furia
que devuelve el dolor, en la catarsis telúrica que inyecta el veneno en quien ya no recuerda ser
carcelero. Queda comprobado, señores del jurado, que ser bueno y malo sólo
depende de la ocasión, de la circunstancia, del turno; y queda demostrado, una
vez más, que las víctimas habituales
podemos ser igual de salvajes como victimarios, y, como dijo el poeta, tal vez
un poco peor.
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