Hay una delgada franja en la que no se siente nada. Es una bendita
equidistancia entre lo que daña y lo que protege. Hay una casi transparente
película de envolver que te salva y te deja ver de lejos lo que divide, lo que
trastorna. Se sienten los fogonazos de asteroides que pasan al ras, aunque sin
lacerar. Se sienten las sedas de una caricia que amenaza con halarte y hacerte
caer… aunque no se sabe de qué lado. Tierno receso de la implacable
autopersecución. Infantil sensación de estar a salvo, entre telas y pieles familiares,
que arrullan en su debido momento, casi a petición. Lástima que se acerca el
momento en que el receso se torna en pasajera angustia que destroza las
vísceras. Lamentable momento en el que manos invisibles, aunque inventadas por
nosotros, nos sacan del tibio sitio y nos exponen de nuevo a los elementos, a la intemperie. Es
entonces cuando hay que recordar, recordar más quiénes somos, por qué lo somos,
y sacar a la luz las cicatrices ya curadas como escudo, como estandarte de lo
que hoy queda… por cierto, suficiente.
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