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miércoles, 1 de mayo de 2019
Papás pillados
Con la
luz del amanecer deslizándose por el balcón. En pleno acto. En plena pasión
loca. En ese exacto momento cuando parece que todo va a explotar, entró
Danielito. Nos paralizamos al instante, como si nos fuésemos desenchufado, y
con los ojos clavados en la silueta madrugada de la luz de nuestras vidas,
sentíamos cómo todo se desinflaba, cómo todos los engranajes se detenían en
medio del calor, y cómo se desprendía el humo prematuro y residual de nuestros
cuerpos en shock. Poco a poco, quienquiera que estuviese arriba, se bajó
lentamente, como serpiente avergonzada, jadeante y sin quitarle la vista al vástago
que todavía se frotaba los ojos —quién sabe si por efecto del sueño o para
confirmar la novedad—. Nuestra risa de “hola, mi amor, ¿te levantaste temprano?
Ji, ji” intentó distraer la atención de aquellos ojos ya bien abiertos y todavía
sembrados en un gesto de asombro. Si no fuese nuestro hijo, hasta pensaría que
había algo de morbo en su presencia. Unos segundos después, ya sentados y con
la cobija a media asta, tal vez se nos ocurriría la primera estupidez para
salir del enredo, por ejemplo: “tu papi y yo estábamos jugando al caballito”. Danielito,
al escuchar semejante cosa, cerraba la puerta y, justo antes de irse, sonrió y
dijo: “Yo sé qué estaban haciendo. Tranquilos, que ya tengo 17 años”. Después
del portazo, desde el pasillo, se escuchó inmediatamente: “Por cierto, ¡feliz
aniversario!”
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