Ahí estaban sentados a la orilla de la
playa, Ariel y el príncipe Eric, esperando el momento de ser iguales
para compartir su amor eterno. Ante la vista ansiosa de Sebastián,
el cangrejo, quien miraba el reloj una y otra vez, Eric miraba algo
desesperanzado ya la cola con aletas de Ariel, que no terminaba de
convertirse de una vez en el par de preciosas piernas previstas para
cualquier momento. Eric, virando su vista al vestido de encajes que
le había traído a su amada para la ocasión, y que ya comenzaba a
mojarse con la subida de la marea, acariciaba su barbilla como
examinando la pertinencia de la escena. Ella, sentada en la arena,
con medio cuerpo fuera del agua, miraba con ruego de permanencia a su
galán a pocos metros, reposando en una piedra blanca e inmensa,
fuera del agua. Terminó de anochecer, amaneció y salió el sol. El
entusiasmo se había manchado durante la noche anterior y la reflexión
de cada uno de los tórtolos enfrió lo que comenzó siendo un
momento mágico. Sebastián se había ido al amanecer sin
despedirse, aunque sí volteó a mirarlos antes de sumergirse.
Después de esperar una señal de cualquier elemento, y después del
rompimiento de una estruendosa ola, Eric, muy ojeroso y algo adolorido, se acercó a
la sirenita agotada por el vaivén del mar; tomó su mano y se la besó
por última vez, a lo que Ariel contestó, entre triste y aburrida:
“Sí, lo sé. Que te vaya bien, Eric”.
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