Me
contabas tu sueño. Lo hacías con pasión, casi con desesperación. Me pareciste
fuera de lugar, de tiempo. Le pareciste a otros, desatinado, un loco más. No te
dejaste amilanar por el pronóstico gris de tu semblanza del éxito, del
surgimiento elevado. Tocaste puertas que no se abrían o se cerraban, pero
fuiste tesonero porque, me contaste, el triunfo pasaba por muchos fracasos. Tu raciocinio
determinó que tal vez tu aproximación no era la correcta y diste un giro, sin
duda, brillante. Pero a nadie enganchó la nueva propuesta, igual que la
primera. Ni un alma reconoció públicamente tu calidad, o podría decir mejor, la
calidad que creías que tenías. De pequeño, según me contaste, observabas a
todos los triunfadores en los afiches, en los libros, en los teatros. Entonces te
fijabas bien en las metas de los grandes, en los caminos que tomaron, y,
sobretodo, en sus perseverancias. En consecuencia, escribiste el guión perfecto
para alcanzar esa gloria ya alcanzada por los invencibles del pasado. Lo que
nadie te contó fue la cantidad de locos como tú, de genios ensombrecidos, como
tú; en ese universo tragado por la indiferencia o la desidia que convirtió un
sueño en una pesadilla, en frustración, en injusticia íntima. Tranquilo, amigo,
que yo no dejaré de reconocer tu esfuerzo y tu genio, aunque no pueda, por
ahora, reconocer lo oportuno de “tus cosas”.
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