Viví la democracia en mi vida.
Consulté, hice encuestas de opinión, llevé a cabo referendos entre
familiares, amigos y uno que otro desconocido. Abrí la
participación, el disenso y emprendí proyectos comunes que tomarían
en cuenta a mi entorno, a todo el que quisiera ayudar... en incluso
joder. Pero todo se volvió un despelote. El caldo se puso morado,
tanto por la cantidad de manos metidas en el caldo como por los
golpes recibidos. Los tumultos y escaramuzas, ni se hacían esperar
ni soltaban su presunta parte del botín. Y ahí estaba yo, mirando y
horrorizado cómo este desorden no iba, a fin de cuentas, con mis
necesidades, con mis deseos. Pues, saqué las tropas y decreté toque
de queda para disipar a los facinerosos. Les expliqué, en
transmisión conjunta, cómo iba a ser en adelante la gestión de mi
vida y los mandé pal carajo. (“¡que no, chico...!”). Amanecí
un nuevo día siendo el dictador de mi existencia, el autoritarismo a
toda prueba que me había legado el bochinche. Se acabó el pan de
piquito en esta vaina. Ahora haré lo que me dé la gana, así se
molesten los vecinos, así mi mamá se mortifique un poco o mucho.
Así que por favor, si vas a pasar, toca la puerta.
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