El loco vivía en medio
del zigzagueo, de la oscilación entre una cosa y otra. El loco se reconocía entre
dos situaciones: la que le daba gozo y la que le ahogaba. Por eso, y sin
posibilidades de gozar siempre, aprendió a tomar grandes bocanadas de aire fresco
para luego sumergirse, caminar y observar con la cierta y limitada calma, lo
que se escondía bajo la superficie, que ni malo era, pero que se debía a su
presidio temporal, alternativo. De vez en cuando botaba el aire ya gastado y
con un esfuerzo supremo, renovaba el contenido de sus pulmones, sus más
valiosos aliados en estas crisis. Pero loco es loco, y se detuvo a escuchar a
un bienintencionado en la orilla. Este transeúnte le dio al desquiciado unas sandalias
de plataforma que lo ayudaría a permanecer por encima del agua, ayudándolo a
evitar esos graves períodos de sumersión en los que vivía. Sí le advirtió,
claro, que no eran muy altas, pero que eran mejor que nada. El loco, muy
contento y aliviado por la noticia, se
calzó y bajó de nuevo al fondo, comprobando, con cierto temor, que ahora le
llegaba el agua al cuello: ya podía respirar por siempre. Después de un rato,
después de varios días y meses, el loco, sin dejar ya de respirar, sin
necesidad de bocanadas, había perdido la capacidad de ver más allá de la
superficie. Nunca ganó la posibilidad de volar alto y apreciar la belleza del
mar; sólo había logrado sacar la cabeza, vivir todo a ras, convertirse en el nuevo esclavo
de la conformidad.
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