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jueves, 25 de octubre de 2012

El loco corría sonriente

El loco corría sonriente, desnudo en medio del frío, con los ojos cerrados, bajando la colina que terminaba en el jardín. El loco escuchó una vez que eso podía ser peligroso, pero no pensó que nada le pasaría. Por eso, no había razón para no hacerlo. Una vez, el loco, tarareando una de sus canciones favoritas, fue sacudido por un reproche y un jalón de brazo: “¡Insensato! ¡No sigas haciendo eso! ¿No ves que te puedes hacer daño, que te pueden hacer daño? Ante la atroz advertencia, el loco detuvo su paso, detuvo su canto. Siguiendo las indicaciones de su inesperado benefactor, entraron a su casa y se vistió conservadoramente, para que no siguieran hablando, como se había enterado ya que hablaban. El loco, bastante incómodo envuelto en sus atavíos, en su recomendada y flamante conducta, escuchaba sin poder descansar los consejos sabios de quien le salvaría la existencia. El loco no cantó más. El loco no corrió más. Ahora no era tan loco –según decían- y ya frecuentaba más seguido el mundo de los cuerdos, de los que sí sabían de la felicidad, de filosofía, de conceptos y páginas interminables del legado de la ciencia y el arte. El cuerpo medio desnudo y sin vida del loco fue encontrado debajo de una pila de libros y pergaminos, cuyo escaparate trancaba la puerta a la pradera, donde antes, de manera desatinada y equivocada, solía sonreír sin cuestionamientos, sin fuerzas contrarias, sin sabiduría presumida alguna.

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