El loco corría sonriente,
desnudo en medio del frío, con los ojos cerrados, bajando la colina que
terminaba en el jardín. El loco escuchó una vez que eso podía ser peligroso,
pero no pensó que nada le pasaría. Por eso, no había razón para no hacerlo. Una
vez, el loco, tarareando una de sus canciones favoritas, fue sacudido por un
reproche y un jalón de brazo: “¡Insensato! ¡No sigas haciendo eso! ¿No ves que
te puedes hacer daño, que te pueden
hacer daño? Ante la atroz advertencia, el loco detuvo su paso, detuvo su canto.
Siguiendo las indicaciones de su inesperado benefactor, entraron a su casa y se
vistió conservadoramente, para que no siguieran hablando, como se había
enterado ya que hablaban. El loco, bastante incómodo envuelto en sus atavíos,
en su recomendada y flamante conducta, escuchaba sin poder descansar los
consejos sabios de quien le salvaría la existencia. El loco no cantó más. El loco
no corrió más. Ahora no era tan loco –según decían- y ya frecuentaba más
seguido el mundo de los cuerdos, de los que sí sabían de la felicidad, de
filosofía, de conceptos y páginas interminables del legado de la ciencia y el
arte. El cuerpo medio desnudo y sin vida del loco fue encontrado debajo de una
pila de libros y pergaminos, cuyo escaparate trancaba la puerta a la pradera,
donde antes, de manera desatinada y equivocada, solía sonreír sin cuestionamientos,
sin fuerzas contrarias, sin sabiduría presumida alguna.
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