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sábado, 15 de junio de 2019

Padre

Te metiste por la baranda interior y llegaste de primero. Indiscutible tu lugar en el podio. Llegaste más que a tiempo para dejar la huella necesaria. Te aprovechaste de lo grandote que me resultabas y de esa voz que retumbaba para dictar algunas reglas claras, confundirme con otras no tan claras y dejar sembrada la semilla de la observación, la crítica y hasta a permitirme algunas ligerezas al hablar. Desbancaste alguna creencia profunda y dejaste que comenzara pronto y desde cero a plantearme cuestiones trascendentales. No olvido tu gesticulación, esa sonrisa leve antes de dar tu opinión con tremendo postín, esa opinión que había que escuchar, tuviese el tinte que tuviese. No olvido tu caminar pausado, tus consejos pícaros ni las escasas prácticas de béisbol que compartimos —no puedo olvidar ni entender todavía esa fanaticada loca por los muertos de los Tiburones de La Guaira—. Aún como líder silencioso, respetado, obedecido, provocabas una sonrisa al demostrar ternura a tus mujeres. Tal vez te he idealizado por lo pronto de tu partida y por tanto tiempo sin ti, pero no me pesa; el amor y el agradecimiento me permiten jalar todo el mecate que me dé la gana sin consideraciones adicionales. Tal vez los recuerdos no dan como para hacer un inventario exacto de las ganancias de tenerte, pero lo que sí estuvo muy claro entre tus ejemplos y tu legado, fue el valor del compromiso. Todavía ahora converso contigo en sueños, gratos sueños que transcurren como si nunca te hubieses ido… debe ser porque, realmente, nunca te fuiste.

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