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sábado, 7 de marzo de 2020
Oh, joven médico...
Oh,
joven médico. Comiéndote el mundo, dando en el clavo… primer año sobre ruedas. Oh,
joven médico de bata blanca impecable, de saludos altivos por los pasillos, que
tanto gozas con los cumplidos, que te regodeas entre tus jóvenes colegas, que
llenas tu primera solicitud para comprar vehículo. La universidad ha podido
cubrir casi todos los casos de catarros, torceduras y dolores de estómago. Tus
ganas de ser el mejor, de cobrar bien, de demostrarles a tus padres que sí valiste
la pena, te arrojan a la aventura de la inferencia destemplada, de la
adivinanza, de la ligereza cuando examinas a un paciente complicado que te
triplica la edad. Una preguntita a tu amigo del consultorio de al lado, una consulta
en internet, una corazonada, te hacen echar para adelante ese tratamiento
atrevido con el que, tienes la certeza, ganarás el primer trofeo de tu carrera.
Pero mirándote de reojo desde aquí, desde la sala de espera y con el televisor
de fondo, observo cómo el monstruo de tu ego ya recrecido por tu experiencia
incipiente va arrasando con todo lo que pueda significar fracaso, temor, incluso
duda. Viniste a mi rincón y me dijiste, con tus estadísticas adolescentes, que
lo mío era de por vida, que no me preocupara, que debía tomar esto y aquello hasta
el día de mi muerte —que ahora creo que será más pronto que tarde—. Con tu
sonrisa profesional casi me convences de que todo estará bien en adelante, si
sigo sus indicaciones… “de por vida”.
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