Nos encanta separar. Nos embriaga desconectar, marginar,
segregar, aislar. “Analizar”, dice el licenciado; delimitar, clasificar,
disgregar, disociar “para estudiar mejor”. Y así dejamos todo: separado,
desconectado, como el niño que juega, se cansa y deja todo regado. Así es como
vemos el mundo al día de hoy, en parcelas, en propiedades, en trozos
irreconciliables, desconectados. El médico del estómago resiente que el médico
de la cabeza le diga qué hacer. El político de un color es enemigo del político
del otro color. El habitante de una latitud es superior al habitante de otra
latitud. Ni hablar de colores. Separados por dentro y por fuera, partidos y
repartidos en pedacitos que originalmente se concebían como una sola cosa, durante
el supuesto avance, como producto del tan cacareado progreso, quedó todo atrapado
en estratos, encarcelado en catálogos, habitando en jaulas irreconciliables
entre sí. No es raro ver ahora, como consecuencia lógica, un mundo en el que
uno debe “marcar la diferencia”, “destacar entre los demás”, “callarle la boca al
vecino”; un mundo de guerras sin sentido para la mayoría, de muerte y
asesinatos interminables; un mundo en el que el pensamiento, las utopías, las
ideologías, la ciencia y la tecnología no dan pie con bola con la solución
última del ser humano, con su felicidad auténtica, porque hace siglos ya de la
separación, de la pérdida de la unidad, del establecimiento del otro como
enemigo por miedo, por egoísmo, por mezquindad y de nuestra identidad interna
partida en roles, en funciones que nos traicionan de alguna manera y convierten
la vida en una costosa y lamentable pantomima.
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