Llegó el silencio, ese de la oscuridad, el de lo apartado, el que nada o nadie puede interrumpir a mi puerta. Llegó ese peligroso estado en el que el espacio vacío va a ser invadido por el mismo grupito conocido de pensamientos, inútiles y repetitivos. Cuando acaba el estudio, la labor, la distracción constante y el hacerme el pendejo, llegan las horas de la madrugada y comienza el desfile de fantasmas, de demonios de los que me escondo a la luz del día, durante el tráfico, en el mercado. Son siempre los mismos espectros que piden desgarradoramente que los exhume, que los saque a la luz para resolver los asuntos pendientes, pero es que no quiero saber de “asuntos pendientes” sino seguir surfeando la ola del sobresalto y disfrutar los placeres de la precaria vida. Alguien me recomendó por ahí que hiciera las paces con esos fantasmas, que me sentara enfrente de ellos y les preguntara qué quieren, porque, tal vez, lo que me digan resolverá todo este tormento.
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