Llegaron los comeflores.
Toda una legión de ellos. Me tienen ladillao con sus discursitos de amor y
amistad. Me tienen fastidiado, hasta la coronilla de artículos, de argumentos
rosados. No los soporto cuando me dicen de esperanza, cuando me cuentan de
excelentes experiencias por alláaa, por donde sólo ellos saben. Parece que lo
hicieran a propósito, eso de manotear mi calculadora, de quitarme el bolígrafo
y ofrecerme una rosa. No me dejan concentrar; se la pasan en una cantadera, una
leedera de poemas ridículos. Se miran, se ríen, se susurran sus tan cacareados
sentimientos. Corro la cortina, pero no dejan de escucharse sus manifiestos de
inconformidad con nuestra manera de actuar. Me tapo los oídos, pongo el celular
a vibrar e invento todo tipo de medidas desesperadas para no sentir lo que
parece una pesadilla, pero todo esfuerzo resulta inútil. No niego sus buenas
intenciones, pero es que, así quisiera, todo eso que dicen no deja de ser
fantasía en este mundo tan avanzado, civilizado, tecnológico, moderno. Parecen locos
sueltos en un convento. Parecen desatinados disparando en una fábrica de vidrio.
Siempre aparecen, siempre vienen y me quieren captar, pero yo, con mi
preclaridad, con mis distinguidas preferencias, los rechazo enfáticamente. Lo que
si he notado es que… es que cada día como que son más.
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