Sexo. Cercanía, piel, aromas. Miradas
que se enganchan enfermizas, y sin abandonarse dejan escapar la
distancia de por medio. Manos que vuelan y se posan. Aliento
nervioso, vaho elocuente; pupilas que saltan atrapadas entre los ojos
a los labios. Despojos itinerantes de prendas en el piso, simulan
rosas de un delicioso rito. Se abre el telón de los besos y las
bocas nunca más se cerrarán. El sudor adhiere el cabello y el deseo
a la frente, dejando resbalar caricias sin pudor entre las
sinuosidades de tus carnes ya temblorosas. Un gemido marca la unidad
entre ambos. Una mirada de entrega abre tus ojos guiñados que ruegan
honestidad, que exigen inútilmente la eternidad del momento. Y
quedamos en un paréntesis ardoroso antes del declive, en un abrazo
que sigue prometiendo segundos inimaginables. Las canas ya no son
testigos de las embestidas juveniles de otros tiempos, de otras
perspectivas. Ahora ligeros esguinces te sacuden con cada palabra que
susurro, con cada serpenteo. Tu temperatura zigzagueante es como una
hoguera que quiere encender al máximo, explotar de una vez; pero
este servidor maravillado, este esclavo instruido de tus ganas, como
herrero experto, sabrá sustraer tu energía vital en el momento
oportuno, preciso, cuando tus ruegos te enmudezcan la expresión que
roza la angustia. Hago un alto, te miro tan de cerca como estamos,
tan nuestros como somos, y antes de ultimar el momento, esta
acometida ya madura, habré sabido que te he conquistado; ahora lo
sé: Eres mía.
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