No es momento para lo prohibido. Es
momento para lo permitido, para lo que nadie se atrevería a objetar.
Ubicada la vieja mesita, un vistazo a la audiencia del momento: no
han llegado. La chaqueta ya en el espaldar y la primera cerveza
vestida de novia, es decir, de hielo, queda enfrente de mi
respiración aún acelerada por el camino hacia acá. Un suspiro
final sella mi presencia oficial en el bar de los viernes. Me trajo
un vaso de nuevo, pero yo no lo uso porque calentar muy rápido el
elixir espumante. Limpio el pico con la mano y me empino la botella
en los labios prevenidos para el frío amargo que apacigua las horas
zigzagueantes, de vaivenes, de pendientes y apuros que acaban de
morir. Mi mano entrenada disimula un eructo de por sí elegante. Otro
vistazo a la puerta y sólo alcanzo a ver gente en pleno drenaje,
descarriados en sus expresiones evocativas, de chiste y burla al
compañero; de mordaz coqueteo con su objetivo de género opuesto;
gente en pleno desinflar de su semana de cinco días de logros,
rutina o simple supervivencia. Me peino con la mano y aprieto mi
cuello cansado de buscar opciones, de escudriñar posibilidades.
Muevo la cabeza de un lado a otro, adelante y atrás para estirar la
nuca y recuperar mi cabeza, pesada de tanto pensamiento. Un tercer
vistazo y una segunda cerveza, y llegan los muchachos; pero esa...
esa es otra historia.
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