Le daré a mi hijo todo lo que yo no
tuve. Abrigaré esa ilusión desde su nacimiento y a lo largo de los
años mientras lo veo crecer. Le taparé los infiernos a los que me
enfrenté yo para evitarle los mismos dolores. Su camino se verá
resguardado por mis manos, por mis atenciones acentuadas. Él llegará
lejos. Con mi tutoría, él rebasará sus logros una y otra vez sin
los estorbos que encontré yo. Esa es la atrevida teoría que me
induce mi amor por él. En la práctica, le estaré tapando la
bendición del aprendizaje de primera mano. Estaré yo ejerciendo la
sobreprotección al máximo, cegándolo, negándole la visión del
paisaje completo, del valor del paquete entero que debería ser su
vida. En la mera realidad, él tendrá sólo una rebanada de
existencia mezquinamente provista por su padre; vestirá las
gríngolas de manufactura familiar, colgadas del amor con poca
inteligencia que lo entregará a la superficialidad, a la petulancia,
al menosprecio de ese prójimo que lo podía orientar, como lo hizo
conmigo. Cuando termine mi presunta obra maestra, me preguntaré con
dolor en el pecho cómo oculté a mi progenitor los tesoros que me
dieron el impulso para levantar con orgullo infinito mi imperio de
éxito, llevándolo a él a ser sólo un usuario privilegiado del
producto de mi esfuerzo, de mi constancia, de mis creencias, hasta
convertirse en un parásito adosado a mis edificaciones, sin
herramientas propias.
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