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lunes, 6 de agosto de 2012

Dos rodillas en tierra


Se alinearon los hoyos negros. Se escondieron mis muletas. Desaparecieron los chinchorros del camino. La lluvia, el frío y la soledad salieron a caminar y me las encontré bajandito por la vereda. La inercia me lleva, pero está perdiendo la fuerza y parece que debo decidir dentro de poco. Me lanzan consejos desde las ventanas de una nave que avanza por mi lado, pero no oigo nada, no quiero escuchar nada. No quiero escuchar, ni siquiera, la voz interna que me dicta por dónde no; la verdad, esa voz anda enojada conmigo por mi sordera empeñosa, por mi presunta indiferencia desde hace ya un tiempo. No veo la salida. Tal vez la tengo en la punta de la nariz, pero ya me habré acostumbrado, y como con la buena colonia, se pierde de la percepción del cliente. Me voy a sentar aquí, en lo mojado -no me importa- y trataré de descifrar, como un adolescente, cómo es que se mueven las nubes grises para agarrarle el truquito; tal vez pueda, de nuevo, meter la mano para sacar un retazo de sol por entre sus algodones mojados y así tibiarme la tormenta, y así secarme la gotera que se antojó hoy de hacer percusión en mi pecho.

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