Se alinearon los hoyos negros. Se
escondieron mis muletas. Desaparecieron los chinchorros del camino.
La lluvia, el frío y la soledad salieron a caminar y me las encontré
bajandito por la vereda. La inercia me lleva, pero está perdiendo la
fuerza y parece que debo decidir dentro de poco. Me lanzan consejos
desde las ventanas de una nave que avanza por mi lado, pero no oigo
nada, no quiero escuchar nada. No quiero escuchar, ni siquiera, la
voz interna que me dicta por dónde no; la verdad, esa voz anda
enojada conmigo por mi sordera empeñosa, por mi presunta
indiferencia desde hace ya un tiempo. No veo la salida. Tal vez la
tengo en la punta de la nariz, pero ya me habré acostumbrado, y como
con la buena colonia, se pierde de la percepción del cliente. Me voy
a sentar aquí, en lo mojado -no me importa- y trataré de descifrar,
como un adolescente, cómo es que se mueven las nubes grises para
agarrarle el truquito; tal vez pueda, de nuevo, meter la mano para
sacar un retazo de sol por entre sus algodones mojados y así
tibiarme la tormenta, y así secarme la gotera que se antojó hoy de
hacer percusión en mi pecho.
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