Debo proteger mi alegría. Debo resguardarla de tanto pesimismo, de tanto traspié, de tanta ave agorera que se detiene a soltar sus excrementos, aún sin saberlo, sobre mi prístina emoción. Debo buscarle una repisa fresca y seca para que nadie venga a sabotearle la sonrisa, la esperanza, las ganas de vivir. No es cuento. A muchos le gustaría ver mi alegría convertida en tristeza, en queja solidaria, en una especie de decaimiento compasivo que me ayude a recostarme de quienes perdieron de vista el propósito de la vida. Creo que no les daré ese gusto. Seré, por esta vez, evasivo y hasta maleducado con quienes me tratan de halar para el hueco del desánimo. Creo que ya tengo el lugar y el tiempo para llevar mi alegría a conocer de otras alegrías, de otras fuerzas positivas que más bien muevan a la acción y no a la parálisis, alejándola del bosque embrujado de calamidad de esos que ahorita ven mi alegría como un artefacto raro, como un bicho a exterminar a como dé lugar.
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