Yo soy el bueno.
Los demás son los malos, se equivocan y no tiene justificación; yo sí. Mi mamá
es un ángel. Mi papá es un ogro. Dios es un hombre viejo, de barba, montado en
una nube que castiga a los malos. El diablo es un muñeco rojo con cara de malo que
vive en el subsuelo y puya con tridente. Ambos personajes son externos a
nosotros. Los políticos son superhéroes. Mi novia es una princesa y el novio es
un príncipe azul que llegará en un caballo. Mi hijo será un científico famoso. El
matrimonio es un cuento de hadas en el que serán felices para siempre. La vida
es eterna. Y así sigue la historieta. Historieta que es falsa, es fastidiosa y
además pavosa. Historieta que necesitamos creer para sostener el peso de la
realidad, y mira que algunos logran creérsela si tienen su propia burbuja
barata, aunque esté hecha con billetes. El ego danza entre colores, creencias y
drama para luego salir airoso, cada vez, contra cada villano que se le
presente. Mientras tanto, los días avanzan sin mirar para los lados, sin
escuchar ruegos, sin otorgar prórrogas solicitadas después de perder tanto
tiempo creyendo en cuenticos, en comiquitas, en esas pendejadas que supieron
meternos en la cabeza cuando todavía estábamos a tiempo de vivir una vida
plena, una vida de la vida real.
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