Después
de que alcanzamos un nivel decente de evolución como especie, comenzó el
declive, el camino atropellado de la farsa, de la sofisticación, de la pérdida
irreversible. Apenas apareció algún atisbo de conciencia autoreguladora, el
sabotaje de los vándalos se concretó para encerrar lo bueno y lo malo en la
misma jaula, dificultando su distinción. El deseo, el despojo, el abuso y la
hipocresía se subieron al trono y desde entonces se quedaron estorbándole a
quienes solo necesitaban estar en paz, en correspondencia con su entorno.
Pasaron los siglos, se cambiaron muchas veces los colores y los nombres de ese
adefesio poderosísimo para que diera la impresión de decencia y autoridad moral,
pero siempre se le ve la costura, siempre sale con algún desmán que lo deja en
evidencia. La astucia nunca le fue suficiente; el intelecto nunca le resultó
bastante como para conservar la imagen fingida de virtud, de liderazgo, de
redención. Todo ha sido una estafa continuada que ha logrado quebrar las almas
de quienes se dieron por vencido y se abrieron a la venta. Pues, en este
escenario tan non santo, así de enmarañado, se crean campos de conocimiento, leyes,
se lanzan teorías casi infalibles y se practican medias verdades con la fuerza
demente de una masa de seres enajenados que legitima todo lo que al patrón de
turno se le ocurra.
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