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martes, 20 de noviembre de 2012

Al fin tuve el poder

Al fin tuve un puesto de poder. Nadie lo quería en aquella difícil coyuntura y levanté la mano. Al fin me dieron el extremo principal de la mesa. Aquí traje mi maletín repleto de ideas, de productividad, de justicia: ¡Ah justicia! Limpié el tablero, tomé mis fichas y comencé a ordenarlas como siempre creí que deberían ir para mejores resultados. Escribí las reglas, las sanciones –porque Uds. saben que norma sin control es una ridiculez-, y llegó el momento de la verdad; el momento de poner en práctica lo que tanto quise que fuese realidad. Con mucho temple y orgullo eché a andar el juego. No había mucha experiencia, pero era cuestión de sentido común. Sin embargo, y llegando antes de lo previsto, se asomaron las sombras del pasado, las de las malas mañas, las mafias del contexto. Con el poder otorgado a mí, con el cetro firmemente en mis puños, fui implacable con las peticiones de los torcidos. Los apartaba y seguía mi camino, construyendo caminos nuevos para lo justo, para lo correcto. Me sentí aún más orgulloso, viendo que se podían lograr cambios éticos, aunque la efectividad no fuese la deseada. Pero no duró mucho todo aquello, todo ese ambiente revoluto de bienestar comenzó a colapsar. Comencé a sentir punzadas en los costados, zancadillas en los tobillos, porrazos en mi cabeza. Intenté seguir caminando, pero era inútil; el mareo, el dolor y el desconcierto me halaban hacia el suelo de la derrota. Cuando caí, sentí que botas insospechadas pasaban sobre mí, pisoteando la tarea que apenas nacía. Al pasar la estampida, y todavía en medio del polvo logré escuchar de la última silueta que detuvo su carrera para decirme: “Qué iluso eres. Espero que hayas aprendido a no estorbar a lo inexorable”.

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