La inocencia, el estado original de la conciencia no contaminada. La acción sin mancha, sin precaución, sin miedos inoculados por el egoísmo. Hacer bien solo por el bien, sin más razón que el impulso amoroso que resulta del equilibrio de cada uno, propuesto a convertirse en equilibrio mancomunado. Donde aparezca un agujero, se llenará, y donde se asome un promontorio, se emparejará. Así iríamos, indefinidamente, atravesando un mecanismo bondadoso automático en el que todo fluye como el agua: se desliza, rodea y se detiene sin resistirse, porque… ¿a qué habría que resistirse, si todo es natural? Así caminaríamos, sin agujeros tortuosos, eternos e insoportables, ni promontorios que lleguen a ser piedra de tranca. Es difícil, impensable por ahora, pero es una posibilidad cierta porque cada uno de nosotros lleva dentro esta necesidad urgente, este deseo; el deseo de no temer ser quien realmente somos, sin complejos inyectados desde afuera por otros más poderosos, pero con el mismo miedo.
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