Pueda ser que muchos estemos viviendo la ilusión de una existencia extensa, infinita ante la vista entrenada, pero que, finalmente, sea una vida plana, en solo dos dimensiones. Navegamos entre dibujos, mapas y proyectos que ofrecen solo un rendimiento instrumental, operacional, pero que pueden carecer de profundidad, de una tercera dimensión que nos afloje la soga al cuello. Tal vez por eso es que todo resulta, en últimas, aburrido, repetitivo, sin sustancia permanente. Tal vez por eso caemos en la trampa de las metas sucesivas, sin fin, recurrentes, como para que la vida tenga un sentido a juro, a ultranza, solo en el hacer. La eterna insatisfacción, la inconformidad perenne, eso de no apreciar nunca lo que se tiene a la mano, sino la práctica enfermiza de querer algo más, siempre algo más, puede lograr el enredo máximo en la superficie, en esas dos dimensiones que no bastan para darle sentido a la vida. Caminamos cada día por entre lo que unos llaman “la creación” sin fijarnos, sin ni siquiera usar los sentidos o la conciencia para saber que somos parte de algo inmenso que hasta ahora resulta invisible. El tiempo pasa y seguimos persiguiéndonos la cola como perros empeñados en tener razón en el momentico de turno, solo para darnos cuenta, poco tiempo después, de que todo va cambiando a medida que nuestras percepciones cambian, cuando en realidad en el mundo todo sigue exactamente igual. Debe haber un marco más amplio, más profundo en el que todas las cosas, los pensamientos y los comportamientos caben y se explican. Seguro vale la pena conocer al menos la puerta de entrada a tal recipiente tan magnífico y liberador de las tensiones que se dan en nuestras dos precarias dimensiones de siempre para terminar, definitivamente, en la verdadera experiencia de vivir.
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