He acariciado la paz durante segundos, tal vez
minutos. He mordido muy poco de eso que sospechaba que existía, pero que el
ruido y las imágenes confusas de mi mente no me han permitido disfrutar. Es una
especie de parálisis inducida por un dictador imaginario que no deja liberarme
del pasado, del futuro, de las facturas, de los compromisos, del qué dirán. Como
un prisionero ordinario, al tratar de escapar de la pequeña celda al gran
paisaje, siento el llamado de la autoridad a cargo y soy halado de nuevo a los
trabajos forzados a los que estoy asignado y que una vez elegí como medio de
vida, de presunta estabilidad. Pero siempre recuerdo esos pequeños instantes en
los que me sentí pleno, expandido, en un espacio que se hizo inmenso y que, como
elevado por una mano muy grande y benevolente, me dejó ver todo desde arriba. Todo
aparecía muy claro y sencillo ante mi vista. Por ese lapso maravilloso, no
sentí problemas, no sentí deudas, no sentí pendientes; sentí que esas
dificultades cotidianas eran una tontería que se podía resolver con acallar la
voz fastidiosa –y por los momentos, ausente− que tenía como oficio permanente
lamentar y preocuparse. Quiero ir de nuevo a ese sitio, a ese momento en el que
la vida “vale la pena” totalmente. Quiero volver… quiero quedarme.
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