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miércoles, 23 de octubre de 2019
Mi cuerpo colapsó
A
fin de cuentas, mi cuerpo se desplomó. No pudo más. Mi cubierta física,
palpable, visible, estética, colapsó. Esa máquina tan perfectamente diseñada
para interactuar con un entorno en equilibrio, sucumbió ante mis maltratos
bienintencionados. Yo lo que quería era estar tranquilo, pero debí incorporarme
a la locura colectiva, desequilibrada, a ese flujo interminable, incansable, de
necesidades propias y creadas que hace que la mente calculadora se ocupe de
todo cuanto sea posible abarcar. Esta osamenta cubierta de músculos, conductos,
órganos y mecanismos exactos, comenzó a traquear, a sonar feo, a marearse, a
doler, y fue así como eventualmente cayó al suelo sin sentido. “¡Enfermedad!”,
propinaban los estudiosos y sus caletres inamovibles. Sin duda, respondí con
obediencia y diligencia, siguiendo sus consejos generales y metiendo en mi
organismo agotado un arsenal de productos que me ordenaron consumir. “¿Hasta
cuándo debo tomarlos, Doctor?”, pregunté en medio de la conmoción. “Para toda
la vida”, contestaron sin ninguna vacilación. Con varios tratamientos que no me
tratan en absoluto, me levanté como buen ciudadano productivo y anduve por las tensiones
de las calles un rato más, entre mi mismo maltrato de antes y la nueva manera farmacéutica
de vivir. Pocos años más tarde, ante la imparable succión que perpetran mi
entorno soñado y la ciencia médica, el cuerpo, apaleado y mortificado, no pudo
más. Aquí estoy ahora, en medio de la contrición, haciendo listas inútiles de
los abusos que me causé y me hice causar durante tanto tiempo y mirando en el
espejo lo que quedó: el escombro en el que convertí el tremendo equipo que se
me otorgó y que lancé por el barranco... parece un mal chiste, ¿no?
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