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lunes, 4 de marzo de 2019

Amor: expresión hasta la muerte.

Ahora no puedo hablar. Solo puedo mover los dedos de mi mano derecha y levantar el brazo hasta el codo para señalar, asentir o negar sobre lo que escucho o percibo de cualquier otra manera. En mi cama, sin fuerzas ya para incorporarme, todavía puedo asir un lápiz y escribir brevemente lo que vaya más allá de un o un no. Mi mirada es mi mayor cómplice en eso de la comunicación. Y así va todo. Las carcajadas, gritos y reclamos airados de mi juventud y mi adultez se van decantando por cada vez menos posibilidades de ser exactas, fieles —ya ni hablar de adornadas o elegantes— como solían ser. Aun así, en este estado de casi total parálisis, siento que puedo expresar lo que quiero sin mayores dificultades: siempre acabo por decir lo que quiero decir. La expresión, más que sobrevivir, subsiste, y no porque lo que haya que decir sea poco o poco complejo, sino porque las conclusiones se parecen cada vez más entre sí. Me he fijado que, independientemente del tema, uno llega, casi invariablemente, al mismo desenlace. Es como caer en cualquiera de los lados de un embudo, para dar vueltas y vueltas y salir siempre por el agujerito final: el amor. Todo parece apuntar siempre al amor o a su ausencia. Creo que el amor es analfabeto en ocasiones, y su expresión muda, sorda o ciega, cuando ocurre, es fácil de entender para quienes están a su mismo nivel de analfabetismo: sin mucha técnica, sin mucha academia, sin mucho aspaviento. Es lo que me hace seguir, estar, sonreír. El amor de quienes me rodean, cada quien a su momento, a su manera y en estos días de poco hablar, hacen que en la mayoría de las ocasiones, mejor me olvide del lápiz y me pegue al calor de sus manos.

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