Las fotos
de mi abuela, mi madre, y hasta las de mis hijos están en fotos que se
acercaban, peligrosamente, a no tener píxeles. Las canciones que sonaban cuando
era niño, que eran las que escuchaban los viejos de la vecindad, no osaban
tener megahertz. Según escuché, la
primera red social del venezolano fueron las plazas y teatros. El trompo,
el yoyo, el papagayo, las metras y la
“ere” no se vendían en cidís. Sólo conversar en un zaguán o en una mecedora,
escuchando historias deslumbrantes del campo, de la vida sencilla, no se
transcribía en foros o chats. Pasear sólo por el placer de hacerlo, y hasta de
estar solos un rato con la naturaleza, no generaba fotos ni comentarios
posteriores, fuera de ti y de mí. Seguro son los achaques galopantes, pero desde
este rincón tan parecido a lo que fue, me siento débil e inútil con todo este
montón de botoncitos y pantallas que pretenden ser lo nuevo que el mundo
brinda. “Send”… “Send”… ¡Coño!
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