Te pido perdón, hijo mío, por haberte traído a este mundo sin pedirte permiso. Perdón por no darte la opción de no venir y te quedaras en ese espacio desconocido donde el mal y el sufrimiento no existen. Ante la imposibilidad de tal solicitud de mi parte, me dejé llevar por las razones y ligerezas que normalmente se arguyen al traer al niño: fue un accidente de la pasión y la ignorancia; fue el producto final de la falta de herramientas de los viejos; fue la complacencia ante la especie de que la familia, el amor y la armonía necesitan hijos para que la casa y las fotos no luzcan así de tristes; fue, en el mejor de los casos, producto de un plan para el cual no estaba preparado. La verdad, no se me pasó por la mente que llegarías a ser un adulto que llevaría consigo la cicatriz permanente de ser mi hijo, que una vez con nosotros y en crecimiento, estarías obligado a echar pa'lante sin descanso. Perdón por los maltratos frontales y sutiles que te propiné porque es que andaba en lo mío. Perdón por haberte mentido al decirte que toda mi ausencia semanal se debía a actividades destinadas al bienestar de la familia, a tu futuro. Perdón por el fraude multitudinario en el que te incrusté tan sálvese quien pueda, con estos millones de personas tan faltas de respeto, tan indiferentes ante el dolor, tan ciegas ante un futuro que se desdibuja a cada segundo. Sin embargo, y por sobre todas las cosas, me he sentido tan orgulloso de cómo te desenvuelves amorosamente en este maremágnum, que muy seguramente volvería a cometer la misma irresponsabilidad.
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