Romanticismo casi criminal, ese que nos envuelve de vez en cuando y a veces para toda la vida, sintiendo, creyendo y luchando por metas que han demostrado no estar fundamentadas en la realidad, en el sentido común o en el desenvolvimiento de historia de la humanidad. Es una especie de estimación súper optimista, un cálculo que siempre da positivo, que es inmune a la crítica y se basa en una creencia heredada de alguien más, de algo que escuchamos a medias, de una revelación que percibimos algún momento y que ahora forma parte de nuestro libreto de vida o, en algunos casos molestos, solo de la boca para fuera. Pasan las épocas, se aplacan las multitudes otrora elocuentes, altisonantes, definitivas; la pasión se echa en el chinchorro y el bullicio en la mecedora. En una o dos generaciones los cínicos de siempre lograron lo suyo y nos hicieron olvidar con sus pantallas y dispositivos coloridos que una vez fuimos impactados por algo inmenso, poderoso, sagrado. Es ese romanticismo inconsistente, incoherente y perecedero que se nos mete en los huesos y que nos sirve de combustible efectivo, aunque temporal, que nos borra los verdaderos límites del deseo y el esfuerzo humanos, que nos pone a construir estructuras que mueren de mengua durante su misma construcción y cuya ruinas quedan por siglos como evidencia de cierta ridiculez solemne sobre cómo pensamos una vez que podían ser las cosas, ignorando voluntaria e irresponsablemente, las leyes fundamentales de la naturaleza… de nuestra naturaleza.
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