La vida es dolor. Lloramos al nacer y después de un rato lloramos por hambre, por irritación o si sentimos que nuestra madre nos abandonó. Vamos a estar claros: llorar nunca ha sido una señal de bienestar y comodidad. ¿Y entonces? ¿Qué vamos a hacer con ese dolor? Podemos evitar que se convierta en sufrimiento y se enquiste por años en nuestra existencia. Ya nacimos, comimos y disfrutamos de la compañía de nuestra madre, así que podemos dejar de llorar por eso. Ya comprendemos que trascendimos ese nivel de conciencia y todo eso nos parecen cosas normales de cierta época pasada e incluso irrelevantes hoy. Ciertamente, han aparecido nuevos elementos de dolor en nuestra vida, pero la gracia es que los vayamos digiriendo cada vez y los vayamos transformando en aprendizaje constructivo, estructurante; que vayamos madurando cada situación, por dramática y desgarradora que parezca, que estemos un paso delante de la lloradera, del lamento y la inconformidad, y así podamos sentir que no somos más esa criaturita que le dio por llorar cada vez que se hizo pupú.
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