Ya medio aliviados, terminándonos
de recostar en los sofás y sillones alrededor, ya nos comenzamos a sonreír por
la experiencia bizarra de perder el principal motor de la vida moderna. Se fue
la luz. No había cómo distraernos de estar con nosotros mismos. No había cómo
huir de la presencia familiar. No hubo cómo escapar de estar a menos de dos
metros de quienes eran el lubricante para la vida. Estábamos atrapados en medio
de la presencia simpática y amorosa de quienes crecieron y vieron crecer todo
lo que somos ahora. Los comentarios del apagón fueron inteligentemente
manufacturados por mi hermano, por mi padre, por mi hijo… quién sabe. El viejo
comenzó con un cuento de sus años en su pueblo, que ahora es ciudad. Contaba de
los días que comenzaban y terminaban pronto, que colgaban de la luz del día. Con
la mirada de los jóvenes clavada en sus ojos bonachones y sonrientes navegaba
entre sus vivencias sin luz, sin esa electricidad que fue llevada luego; sin
ese instrumento tan impactante que luego, con el progreso tan cacareado arrancó
la juntura de quienes se amaban y los puso a mirar para otro lado. Contaba de
caricias a veces disimuladas, de complicidades, de camaraderías en lo que ahora
llaman solo “pobreza”, pero que sin dejar de serlo, regalaba el espacio franco para
vivir una vida de amor prehistórico, de defectos y virtudes no tan elaborados,
de esperanzas tímidas de que a los míos les irá mejor. De repente, como se fue,
¡vino la luz! Y quedamos mirándonos entre todos, con el ojo encandilado, y
diría que casi con la nostalgia de seguir escuchando cómo era todo cuando no
nos podíamos rehuir. Diez minutos después, todos los aparatos estaban
encendidos y cada uno de nosotros volvimos a la hipnosis del bienestar que sí
logramos, ese, que el abuelo nos deseaba... al menos eso nos dijo mientras lo rodeamos
como nunca antes. Entonces deseé con toda mis fuerzas que se fuese la luz de
nuevo.
Enciendan las velas...
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