Según nos cuentan, son seres súper despiadados
que ejercen el morbo sin razón alguna, causando sufrimiento en los pobres
tontos. El hampa, el que roba, el que viola, el que asesina. Los malos son tan
malos que parece que no tienen familia, una madre que los adoraba; y si
tuvieron eso, entonces toda esa gente es igualita y sería mejor acabar con
todos ellos. La conseja es que los malos tienen tanta maldad, tanta mala
intención, que seguro vinieron de otro planeta, de un planeta malo. Porque “malo”
siempre es otro. Nunca es alguien a quien queremos con el alma. Malo es el
otro, el de más allá, el que no conocemos y por alguna lotería o alguna razón
muy loca, nos quiere hacer daño solo para saciar su sed urgente de maldad. Qué malo
eso. Pero nadie habla de que este antisocial no siempre lo fue. Nadie señala la
falta de amor que estalló en un día en un temor tan fuerte que hubo que acabar
con el mundo entero para proteger la propia integridad. Nadie habla de la responsabilidad
personal, familiar y colectiva en el asunto. Ni uno de los intelectuales más populares
se ha levantado para señalar que aquí y allá se crean y levantan monstruos que luego
hay que extinguir “porque ellos solitos se salieron de control”. Nadie habla de
ese miedo que inyectado todos los días produce la alucinación irreversible en
las mentes de los desvalidos emocionales que salen de los ranchos y las quintas,
de las escuelitas y las universidades para joder al otro por mero reflejo animal,
desconsiderado, defensivo, aparentemente gozoso. Mientras hacía este análisis
tan brillante, me entró un temblor al darme cuenta de que yo también llevo
dentro varios esos ingredientes disparadores de la calamidad. Tal vez yo también
soy malo, y como mucho de los demás y hasta el día de hoy, no lo sabía.
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