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domingo, 2 de febrero de 2020

¿De dónde salen los malos?

Según nos cuentan, son seres súper despiadados que ejercen el morbo sin razón alguna, causando sufrimiento en los pobres tontos. El hampa, el que roba, el que viola, el que asesina. Los malos son tan malos que parece que no tienen familia, una madre que los adoraba; y si tuvieron eso, entonces toda esa gente es igualita y sería mejor acabar con todos ellos. La conseja es que los malos tienen tanta maldad, tanta mala intención, que seguro vinieron de otro planeta, de un planeta malo. Porque “malo” siempre es otro. Nunca es alguien a quien queremos con el alma. Malo es el otro, el de más allá, el que no conocemos y por alguna lotería o alguna razón muy loca, nos quiere hacer daño solo para saciar su sed urgente de maldad. Qué malo eso. Pero nadie habla de que este antisocial no siempre lo fue. Nadie señala la falta de amor que estalló en un día en un temor tan fuerte que hubo que acabar con el mundo entero para proteger la propia integridad. Nadie habla de la responsabilidad personal, familiar y colectiva en el asunto. Ni uno de los intelectuales más populares se ha levantado para señalar que aquí y allá se crean y levantan monstruos que luego hay que extinguir “porque ellos solitos se salieron de control”. Nadie habla de ese miedo que inyectado todos los días produce la alucinación irreversible en las mentes de los desvalidos emocionales que salen de los ranchos y las quintas, de las escuelitas y las universidades para joder al otro por mero reflejo animal, desconsiderado, defensivo, aparentemente gozoso. Mientras hacía este análisis tan brillante, me entró un temblor al darme cuenta de que yo también llevo dentro varios esos ingredientes disparadores de la calamidad. Tal vez yo también soy malo, y como mucho de los demás y hasta el día de hoy, no lo sabía.

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