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lunes, 12 de junio de 2017

ALGO ESTÁ MAL

Algo malo debe estar pasando, cuando vemos que preferimos lo que nos afecta negativamente, en lugar de lo que nos favorece. Algo patológico debe estarse gestando en nosotros para preferir lo que nos va a golpear en la cara en algún momento, y no lo que nos ayude a construir francamente desde nuestro interior. Tal vez sean estos cristales de lentes que por sucios, manchados o rotos no nos dejan ver bien lo que nos rodea, fabricándonos una realidad retorcida a la que no podemos resistirnos sin gozar de buena visión de lo que tenemos enfrente. Quizás no sean los lentes, sino nuestra interpretación de LO QUE ES. Podría ser que percibimos la bondad, la solidaridad o la compasión con suspicacia en lugar de con agradecimiento. Puede ser que no logramos descifrar los mejores mensajes, los que nos llevan de la mano para crecer, para obtener el equilibrio que trae paz, y los rechazamos a priori, corriendo luego a los brazos del bullicio y el gozo afectado, superficial, como para quedarnos a vivir para siempre en ese sitio que arde solo a ratos, a costa de nuestro tiempo y oportunidades de vida… tan combustibles ellos. Algo debe estar mal si nos sentimos solos, aún si provenimos de un entorno repleto de personas con el derecho y hasta el deber de amarnos, de sembrar en nosotros la semilla constructiva, reflexiva y crítica –cómo no–, pero al final amorosa. ¿De dónde cipote salió este colador de agujeros tan grandes que deja entrar en nuestros espacios sagrados lo más vulgar que desfila por una pantalla, lo más grueso de un discurso burdo y ridículo que receta progreso a ultranza? ¿Cómo es que somos el repetidor sin filtro de mapas ajenos, de intereses extraños que nos usan como difusores así de efectivos? Arrancados de raíces, parece. Ya no somos más nosotros. Somos algo más, una pésima copia incapaz de reproducir maneras propias, cultivadas en el patio de la casa, que brillen con los colores particulares de estos lares. Lo que más me arrecha de todo esto es que seguramente hay ojos que miran desde la barrera, frotándose las manos con nuestros temas irresolutos, golpeándonos entre nosotros con pasión de adolescente, con nuestra ceguera casi selectiva para, al final, caer exhaustos y darnos cuenta de para quiénes trabajamos.

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