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viernes, 25 de enero de 2013

¿Salir de la violencia? No, gracias.


Desde mi ceguera hice mi esfuerzo para derrotar la violencia que cargo sin querer. Ya me cansé de tanto sobresalto, de tanto atentado a la paz que merezco. Comencé por tratar de darme cuenta de qué tan violento puedo ser y cuál es la causa de tales explosiones y comportamiento dañino. Estoy yendo al templo, como una nueva solución que barra mi espíritu contaminado por el día a día en esta ciudad. Por otro lado, estoy yendo al sicólogo para establecer los orígenes de mi violencia y las señales que debo interceptar cada vez. No podía perder la oportunidad de mirar hacia mi familia, mi mujer, mis hijos, y limar los entuertos que ayudé a forjar desde hace años. Pero no es posible. Cuando tapo un agujero, otro se deja ver como proveedor de violencia. Cuando ya creo que elimino una fuente de daño, otra entra por la ventana y se sienta de nuevo en mi mesa. Cada botón, cada pantalla, cada paseo está impregnado de violencia. Mi piel saturada de la violencia irradiada conserva la peste a destrucción. En cualquiera de sus formas, directa, verbal o sugerida, la nefasta dama está destinada a aterrizar a mi regazo y a convivir para siempre. Aquí sigo, pues, desde mi ceguera -en ejercicio pleno de sus calamidades-, con muchas menos esperanzas que hace un tiempo, con muchas menos ganas de hacer algo al respecto.  

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