Desde mi ceguera hice mi esfuerzo para
derrotar la violencia que cargo sin querer. Ya me cansé de tanto
sobresalto, de tanto atentado a la paz que merezco. Comencé por
tratar de darme cuenta de qué tan violento puedo ser y cuál es la
causa de tales explosiones y comportamiento dañino. Estoy yendo al
templo, como una nueva solución que barra mi espíritu contaminado
por el día a día en esta ciudad. Por otro lado, estoy yendo al
sicólogo para establecer los orígenes de mi violencia y las señales
que debo interceptar cada vez. No podía perder la oportunidad de
mirar hacia mi familia, mi mujer, mis hijos, y limar los entuertos
que ayudé a forjar desde hace años. Pero no es posible. Cuando tapo
un agujero, otro se deja ver como proveedor de violencia. Cuando ya
creo que elimino una fuente de daño, otra entra por la ventana y se
sienta de nuevo en mi mesa. Cada botón, cada pantalla, cada paseo
está impregnado de violencia. Mi piel saturada de la violencia
irradiada conserva la peste a destrucción. En cualquiera de sus
formas, directa, verbal o sugerida, la nefasta dama está destinada a
aterrizar a mi regazo y a convivir para siempre. Aquí sigo, pues,
desde mi ceguera -en ejercicio pleno de sus calamidades-, con muchas
menos esperanzas que hace un tiempo, con muchas menos ganas de hacer
algo al respecto.
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