Soy un viejo verde. Eso sí: de los
nuevos. Muy viejo para las chicas y muy joven para las veteranas.
Estoy en un vértice en el que las canas me permiten mi recién
nacida circunspección tipo patriarca, mientras, por otro lado, no he
aprendido las maromas propias del perro echao que espero con ansias.
Cuando me acerco a la deliciosa y primaveral fémina, ésta se
anticipa con un “¿En qué le puedo ayudar?” o el “¿Necesita
el asiento?”. Por otro lado, la generación de varones que me sigue
ya me endosó el “Maestro”, “Don” o el tan elevado “Señor”.
Tengo el carro lleno de música de los tiempos de mis padres, pero
también de música loca de carajitos para deleitar a las menores
pretendidas. Mi closet alberga trajes y corbatas, tantos como chalecos
de colores y lentes de sol extravagantes. Acabo de salir del gimnasio
con unas ganas chifladas de reflexionar un rato. Estoy jodido. Estoy
en una transición nublada, agridulce que no me deja comodidad
alguna, dejándome como el más viejo de los jóvenes y el más joven
de los viejos... qué vaina.
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