Ya casi no me
hablo. Me miro y paso de largo. Me da una ladilla pesaísima decirme mis cosas
en la cara. De hecho, a veces me pregunto cuál es el peo, pero, pensándolo
bien, no lo sé o no quiero saberlo. Mientras mi silencio se prolonga y el corte
de la comunicación conmigo mismo va a las mil maravillas, me va dando gripe,
luego sarpullido y finalmente el divorcio. Debo hablarme de nuevo. Debo reintentar
saber en qué ando internamente. Escuchar a tanta gente allá afuera no me ha
servido de mucho, a pesar de la buena intención de algunos. Durante dos noches
que llegué a la casa solo y antes de dormir (solo) apagué la luz para ver qué
salía, pero solo salieron las canciones nuevas de reguetón, mientras me
acordaba de las rumbas buenísimas a las que iba. Pero no quiero hablarme. No quiero
escucharme. El diálogo sigue roto. La peor separación es conmigo mismo, y
siento que voy a reventar si no resuelvo esto. La inconciencia me partió en
dos: en el que jode y en el que sufre, y mientras estos dos mequetrefes no aprendan
a quererse de nuevo, creo que estaré irremediablemente jodido.
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