Te vas abriendo y dejando ver lo más crudo de la realidad que entrañas. No hay excusa. Pasaron los años y ya esconderse resulta extenuante y bastante ridículo. El mandato final de darse cuenta y aceptar el regalo como vino llegó para quedarse. “No morirás en la inconciencia”, susurra el espanto que me mandaste esta vez. Parece que hay que comenzar a comportarse ya “como un hombrecito” mientras intento detener la inercia de la huida permanente. Siento que se rompe el cascarón con el que venía conteniendo el miedo disfrazado de rumba y mis pies descalzos al fin tocan el suelo frío. No gusta la sensación, pero la calamidad no arruina la posibilidad del indulto al aprendizaje, a la reformulación urgente, a la promesa seria —ahora sí— de un bienestar ajeno al sobresalto, sumergido en paz.
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