Siempre temí ser bruto, por lo que siempre me resistí, sistemáticamente, a someterme a las pruebas que lo confirmaran. Los exámenes sicotécnicos fueron un verdadero reto, no tanto por los resultados, los cuales nunca fueron tan malos como temía, sino por temor mismo a fallar durante la tarea. Cuando alguien me preguntaba si había hecho tal o cual ejercicio, el desafío de moda o la prueba pendiente requerida por el sistema, bien con una risita nerviosa o con un rotundo “no me interesa” abandonaba el grupo y me iba a ver si “el gallo puso”. Los mensajes del entorno solían ser directos, elocuentes y claro, desalentadores. Sin un tutor sicológico o un amor consciente a la mano, no había mucho sueño o proyecto que me ocupara la mente, por lo que, al margen, sí pude disfrutar plenamente de eso que llaman el ahora durante mi niñez. Pasaron los años y desde mi coraza miedosa comencé a abrirme paso entre las maneras, entre los métodos, entre mis posibilidades reales y mira, resulta que bruto no era. Sí quedaron las taras residuales de la creencia recién abandonada, como la inseguridad, pero el progreso en los logros fue aumentando hasta llegar a un nivel muy aceptable de mi parte. No es que luego fuese noticia o saliera en los comerciales o programas de entrevista, pero sí pude lograr mi estrellato íntimo como alguien capaz de hacer lo que quisiera, aún cuando “lo que quisiera” no estuviese todavía a la vista… y tal vez todavía no lo está porque el camino que escogí de viejo no fue el de la capacidad publicitable, pero no me cabe duda de que el encuentro con mi potencial, inicialmente negado, sigue siendo sumamente grato.
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