Creo en Dios, pero en
ese que es a mi imagen y semejanza. Creo en el dios que me apoya y está siempre
de mi lado, dándome ánimos, diciéndome que soy mejor que el de al lado. Creo en
el dios que no me va a poner pruebas terribles para que “aprenda” o “tenga
conciencia”: ese no es mi dios. Creo más bien en el dios que me proveerá comodidad,
riqueza, bienestar, prosperidad, porque lo nombro a cada rato y le concedo la
gracia que luego verterá de vuelta sobre mí. Creo en el dios que piensa como yo
y que castiga al desatinado que esté en mi contra, por supuesto, porque estaría
también en contra de Dios. Ese dios en el que creo no dejará que me equivoque
nunca y hará que corrija, cada vez, al equivocado que me lleve la contraria. Mi
dios no es el dios de todo el mundo. Mi dios es un dios bien particular, uno
que sí me comprende y me da luz verde para usar cualquier medio para lograr mis
objetivos porque, a fin de cuentas, a ese dios, a mi propio dios, me lo inventé
yo.
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