De niño, me identifiqué con mi madre. Ella era parte de mí. Sin ella no era nadie y el peligro de estar solo no me dejaba en paz. Pasaron pocos años y me identificaba con mis juguetes, con mis amigos, con mis juegos. Sentí que ese entorno era mío, que era mi complemento perfecto. Luego me identifiqué con mi novia, con mis compañeros del liceo, de la universidad, del trabajo; con el dinero que tanto me costó llegar a ganar. Más tarde me identifiqué con los objetos materiales tan necesarios, tan obligatorios. Últimamente, soy mi familia: mi amada esposa, mis hijos, mi casa, mi carro y mis obligaciones. Así estuvo la cosa. Cuando alguien se metía con cada cosa con la que me había identificado, dolía durísimo. Ahora, así de viejo y con tanto camino recorrido, resulta que tengo la identidad regada entre tantas cosas que no sé realmente lo que soy. Y lo peor es que, cada cosa con la que me identifiqué, ahora tiene vida propia y no puedo reclamarle la lejanía, la indiferencia, la independencia.
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