Cambió el eje de mi vida. No sé cuándo ocurrió, pero todo lo que soy gira distinto; mis pensamientos, mis emociones y, como consecuencia, mis actos y preocupaciones, tienen un nuevo centro. En medio de un proceso confuso y harto doloroso, desnudando mis creencias, desmontando mis antiguas verdades una a una, lo que quedó después del incendio fue un paisaje muy distinto al que venía apreciando desde mucho antes. Después de observar las ruinas de un pasado que dejó de funcionar y me llevó a un callejón de tormentos irresolubles, se aclaró el escenario y ahora puedo ver que caminos ajenos a mis viejos paradigmas aparecen y, entre el temor y la indisposición residuales, todo aparenta ser fresco, extrañamente nuevo y con diferentes opciones para retomar una existencia distinta a al sobresalto y a la inmediatez compulsivos. No llego todavía al final de esta transición novedosa —y quién sabe cuánto tomará—, pero puedo ver algunos síntomas leves de mejoría a los que apuesto sean, a la vez, el principio, la puerta de salida y la aproximación al otoño sin los miedos de siempre.
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