Llamo a alguien, a todos, a cualquiera, que esté cerca o lejos, vivo o muerto, real o imaginario, pero nadie contesta. Me parece que cualquiera, que todos, están cada vez más lejos, más sordos, más hechos los pendejos. Solo me queda el recuerdo de sus voces, sus risotadas con ecos macabros, de sus llantos arrinconados, sus comentarios al margen y hasta de sus burlas. Mi ego irritado comienza a recordar cómo era yo quien soltaba la manualidad del momento para acudir a la convocatoria y que la sangre no llegase al río, para que la cabeza no pegara del suelo, para que la lágrima se secara antes de caer de la mejilla. Y es ahora, desde la oscuridad, que se me va a apareciendo un cartelito que promete cerrar los servicios-24-horas y entrar, para no desafinar con la época, en una cuarentena mucho más feroz, en un retiro de la plaza que podría catalogarse, en su momento, como severo. Camino en círculos, me rasco la cabeza, me abanico la cara antes de decidir el claustro que me acogerá para que, definitivamente, la crisálida se desprenda como hermosa mariposa que surcará el mismo espacio que la estaba esperando o, para no dejar de lado las probabilidades, que quede en el capullo el gusano muerto con cara de fraude.
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