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lunes, 10 de diciembre de 2018
Generalizar... mentir... ¡qué más da!
Tan fácil que es lanzar la afirmación. Tan firme que
nos erguimos para escupir la sentencia irreversible. Está clarísimo: o es
blanco o es negro… sería absurda otra posibilidad en nuestra cabeza. Es entonces
cuando levantamos la voz para establecer que la verdad es lo que sale de
nuestros labios, que cualquier otra cosa sería contraria, y, por supuesto,
equivocada. Con escasas evidencias, con anécdotas de coctel y con las estadísticas
en contra, embestimos con la pasión del caso, imaginando que al final de la
sesión saldremos con la bandera en la mano, porque qué riñones tiene esa gente
ignorante, que se atreve a opinar sobre lo que yo mismo he sufrido en carne propia.
Para mí no hay grises, no hay matices, no hay medias tintas: o es todo o es
nada. En mi catálogo de lo malo no hay nada rescatable, útil, ninguna lección
por aprender, mientras que mi catálogo de lo bueno no cabe crítica alguna, a
pesar de que soy joven y faltan cosas por aprender, figuras por completar. Alguien
podría decir que me las sé todas. Alguien podría, incluso, admirarme por la
seguridad que chorreo en mi discurso. Muchos podrían, eso sí, decir que el que
generaliza, miente.
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